Formalmente, el encierro es el traslado del ganado de lidia por las calles -850 metros de recorrido- desde el punto A (el corral de Santo Domingo) hasta el punto B (la plaza de toros). Este traslado, que antaño era necesario para la celebración de las corridas, pero que hoy en día ya no lo es, dura aproximadamente dos minutos y medio y se lleva a cabo entre una multitud de cerca de 3.000 personas. Pero todos sabemos que el encierro es mucho más que esta fría y objetiva descripción.
El encierro, que es el acto más importante de las fiestas de San Fermín, se ha constituido en el símbolo de Pamplona y por él se conoce internacionalmente a esta ciudad. El encierro moviliza cada mañana a 3.000 corredores, 600 trabajadores, 20.000 espectadores en la calle y la plaza de toros, más otro millón de personas a través de la televisión, de modo que se puede afirmar que nunca en Pamplona tantos ojos han escudriñado cada metros cuadrado de calle como a las ocho de la mañana del 7 de julio.
Aunque las características propias del encierro, entre otras el amateurismo, le acercan a las pruebas deportivas -pues hay unas reglas, unos participantes uniformados casi unánimemente, un escenario concreto, unos espectadores y alguien que da la salida y marca la llegada-, el encierro no es un deporte porque en él no hay un ganador. Por otro lado, jamás se podría considerar deporte a un acto que para la ciudad es una seña de identidad y un rito añejo, y para sus participantes un reto que se han autoimpuesto por seguir una tradición secular.
Dadas sus características de peligro asumido voluntariamente, miedo que taladra el estómago, tragedia latente y violencia generalizada, del encierro se ha dicho que es una “locura colectiva”, un “juego a no morir”, una “irracionalidad primitiva”, un “rito iniciático a la virilidad”, o “una exaltación del valor”.
Pero lo cierto es que esta no es una loca carrera regida por el pánico colectivo, ni una huida hacia delante, ni un sálvese quien pueda, sino una anarquía organizada, con sus propias reglas internas y en la que lo esencial no es lo aparente –huir de los toros-, sino acercarse lo más posible a ellos. Porque no hay nada que atraiga más al hombre que retar, desde la pequeñez humana, a la fuerza bruta de un animal que con sólo un movimiento de cabeza puede matarnos